domingo, 7 de noviembre de 2010

Pasados imaginarios

Olvídate de mí, no me recuerdes nunca; fue lo ultimo que mi padre dijo antes de morir.
Casualmente, la rebeldía me absorbió y por tanto a pesar de ser muy joven cuando esto sucedió, lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
Sin embargo la rebeldía jamás le logro ganar a la memoria, aquella útil herramienta de la mente que desecha lo que quiere, rehúsa lo que puede y recicla lo que no tiene de otra.

No puedo decir que recuerde a mi padre, o peor aun que recuerde algún instante de alegría y jubilo entre nosotros. No puedo recordar si se parece a mi, si tiene la barba partida o no, si era tan calvo como mi madre lo comenta, no recuerdo el siempre despoblado bigote que luce en sus fotos ni el ojo entre abierto pronunciadamente mas grande que el otro.
Tampoco recuerdo si era cortes y caballero, o si era galante y ordinario, se me ha olvidado su tono de voz y su forma de mirar, creo que nunca supe como es que se sentía su piel y evidentemente su olor ni a recuerdo llega.
Sin embargo no se me olvida que me dijo que lo olvidara, siempre recuerdo cuando me dijo que nunca lo recordara, y ese instante es tan vivido que aunado a una vasta imaginación puedo ver que mi padre no era calvo sino frentón, que el bigote no esta despoblado sino virgen, y que aquel ojo esta entreabierto porque esta soñando.
Puedo ver que es tan galante como caballero y tan cortes como extraordinario, escucho su voz tan fuerte como ronca y su mirada es tan penetrante que se pierde en la inmensidad de la mía, puedo sentir su piel tan suave como el deseo que toca mi mano mientras su aliento moribundo huele a rosas de campo recién cortadas.
Saber que tuviste padre, recordar que te pidió que lo olvidaras, y conocerlo solo por tu siempre extraña imaginación no es tan triste como parece. Pues así hablar de mi padre me da orgullo y vergüenza de no poder ser así.
Si su hijo no lo conoce quien habrá de hacerlo, quien podrá decirme que no es el héroe que me rescato de aquella caída de bicicleta y evito una horrible cicatriz en mi cara, quien se atreverá a decirme que mi padre no es el caballero que siempre trato a mi madre como si fuera la única mujer del mundo y la mas bella de las creaciones de la naturaleza, quien será capaz de dudar mi eterno respeto y mi fiel convicción de seguir aquellos pasos que tan claramente me mostro.
Hasta hoy, el no haberle hecho caso a mi padre en su nicho letal resulta la mejor de mis decisiones, pues a pesar de haberlo olvidado, siempre sabré que tuve un padre que fue tan noble que me pidió jamás recordarlo para nunca llorarlo, que me pidió no recordarlo para que su fantasma no le hiciera sombra a mi futuro, que prefirió vivir bajo llave en los baúles del olvido que ocupar los siempre chicos cajones de la memoria.
Sin embargo, siempre hay un pero, cuando le comento a mi madre aquellas anécdotas de mi pasado imaginario, menciono las diversas cualidades de mi apócrifo padre o revivo las memorias de mi historia confractual; las lagrimas caen de sus ojos como gotas de lluvia saludando al mar, su gesto es tan triste que parece haber estado siempre así, y su voz se quiebra tanto que ha inventado un nuevo idioma.
Verla así me exige no hablarle de mi padre, pues se que cuando pidió que lo olvidara fue para que mi madre al final dejara de llorar. Yo se que llora no porque lo extraña, se que no llora porque la soledad la ha abrazado, se que no llora por ver la fea cicatriz de mi cara. Se que lo hace porque ella nunca conoció a mi padre como lo hice yo.