He despertado, no sé dónde estoy, todo me parece extraño, empiezo a preocuparme. Por más que trato no recuerdo nada, parece que me he levantado de un sueño, de un sueño eterno, sólo sé que no quiero regresar. Veo a mí alrededor, sigo sin saber dónde estoy, bajo un poco la mirada: hay pasto, tierra, viento…observo más arriba con la angustia de no saber qué encontraré. Por fin encuentro algo que me aterra…una cruz, una tumba, más tumbas, esto parece un panteón. ¿Pero qué demonios hago yo en un panteón?
Volteo hacia la izquierda, mucha gente llora, me quiero acercar, una tumba se atraviesa en mi camino sin que sea capaz de esquivarla, voy a caer y me da miedo saber que me tendré que levantar.
No entiendo nada, atravesé la tumba cual fantasma y jamás sentí dolor; sigo caminando hacia el frente en la misma dirección; una persona está en el camino, paso a su lado y muy sumida en su dolor no percibe mi presencia. Un niño se acerca corriendo, parece que no se ha percatado de que estoy enfrente y va a chocar conmigo; grito para avisarle, pero no me escucha, tal vez es sordo; se acerca más y más, ha vuelto su mirada a mí y hace como que no estoy, seguro me quiere espantar, no le voy a dar el gusto, no me quitaré.
El niño me ha atravesado y continúa su camino; en verdad estoy muy asustado. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no me ven ni me escuchan? ¿Qué hago yo en un panteón? ¿Será que estoy muerto?... Creo que sí. No lo sé. Si lo estoy no es tan malo como creía.
Entendida mi condición, una nueva incógnita acongoja mi mente, ¿Quién soy? ¿Cómo morí?
Después de tanta inquisición regreso a mi andar, estoy muy cerca de los llantos y canciones; me he acercado más; me parecen agradables estas personas; una mujer viste una playera negra con la imagen de un ocaso guerrillero, creo que es el subcomandante Marcos, tal vez no, quizás sea el Che, el exceso de años y la carencia de lavadas no me deja distinguir. Veo la cara de esta dama y me resulta familiar, pero no logro saber quién es. Dirijo mi vista al frente y en la lápida alcanzo a ver:
Rodrigo Arellano Mendoza
1948-1968
“Tus familiares y amigos te recordarán hasta la victoria Siempre”
2 de octubre ¡No se olvida!
El nombre me suena conocido, miro las fechas e inmediatamente reconozco su juventud al morir; la última frase me hace afirmarla, me hace pensar en ella, sé que la recuerdo pero no recuerdo que es lo que se. Una secuencia limitada de imágenes aparece en mi mente, sangre, jóvenes, pancartas, gritos, llantos y de pronto un balazo al unisonó de un guante blanco que golpea el suelo al caer.
Vuelvo a ver a la mujer y escucho lo que dice:
Ay, hijo, si me hubieras hecho caso, te dije que no fueras ahí, pero no me escuchaste y mira lo que te pasó. Hijo mío, cuánto te extraño, te necesito, te amo. Algún día, mijo, te lo juro, las cosas van a cambiar y cuando lo hagan todos te van a recordar. Estás siempre en mi alma, en mi corazón y en mi mente.
Una joven de menor edad también con una voz a punto de quebrarse de tanto llorar dice:
Hermanito, te traje tus libros favoritos, que por cierto ya muchas veces leí. Quiero que sepas que hoy, mis amigos y yo vamos a marchar hasta la escena del crimen, la plaza roja mexicana, a honrar tu muerte y la de muchos más. Como quisiera haber estado contigo ahí, tal vez así me pondrían atención. Te extraño y quiero mucho.
Al escuchar esto una tristeza abraza mi ser, me siento vacio, ligero, me siento mal. Creo que he reconocido a estas dos mujeres…mi madre y mi hermana…estoy muerto y no entiendo nada, ¿es esto la muerte? ¿Por qué si morí, estoy aquí? ¿Finiquito terrenal, eternidad moral? ¿En verdad morí? ¿Será esto una segunda oportunidad? ¿Oportunidad para qué? ¿Divagare eternamente entre los vagos recuerdos y las concretas memorias? ¿Hasta cuándo descansare? Solo se, que si he muerto y mi alma sigue en pie es porque no he terminado mi ciclo, mi energía es incapaz de lograr su inminente transformación y algo he de tener que hacer para logarlo. No quiero estar aquí.
Sigo a mi familia, en la larga marcha de protesta. Cómo me gustaría decirles que estoy aquí, abrazarlas, tocarlas y secar esas lágrimas que corren por sus ojos. Veo mucha gente conocida, padres, madres y hermanos de estudiantes; logro reconocer a ciertas personas, a un lado mío camina un escritor cuya fama radica en su oportuna participación en el movimiento, un poco más adelante va otro oportunista y trapecista político, reconozco también a otros dos hombres, creo que son David y Amado Quinto, siguen juntos como siempre, tan unidos.
Al verlos vienen ciertas imágenes a mi mente: están acostados sobre el suelo mojado, con la ropa rota y manchada de su propia sangre, alguien los patea, se escuchan gritos y quejidos, alguien de voz ronca grita “dales con la maquina”. De inmediato un soldado joven que me resulta irreconocible y borroso aparece en escena con miedo, otra orden es dada, el soldado acerca la máquina de toques a la blanca y frágil piel de David y la voz ronca y prepotente exige reconozca al otro hombre que está tirado; es Amado, la voz lo sabe pero lo quiere escuchar; no lo logra, los golpes continúan y continúan con Amado, se le pide lo mismo y la respuesta es igual, silencio, dolor e ira, pero jamás delata a David.
A pesar de los golpes ninguno de los dos acusó a su compañero y amigo, como una gran muestra de unión, cariño, amor…amistad.
Lo que vi me afectó mucho; pobres, siguen aquí manifestándose como en un principio, fieles a sus creencias; si aquella voz y aquel soldado sin decisión supieran que a pesar del sufrimiento causado no lograron borrar su alma guerrera, sino que les dieron más armas para pelear.
Hemos llegado al Zócalo, y sigue igual a como la recuerdo, a excepción de algunos señores que aprovechan el cansancio y el calor de otros para hacer su agosto. Los vivos – qué raro me parece hablar así de alguien tan parecido a mí pero a la vez tan diferente – lanzaron algunas protestas y gritos al presidente y van de regreso, mi hermana se acerca, se despide de mi madre y se une con sus compañeros en la otra marcha, a Tlatelolco. Decido ir con ella, espero no decepcionarme.
Por fin hemos llegado y este lugar me parece frío, aterrador y vacío; algo falta, seguro todos nosotros, es peor que el cementerio, pero tal vez con el mismo número de caídos; no lo sé, al entrar a la plaza, veo las azoteas de las casas, y otra visión me invade:
Hombres vestidos de negro y metralletas con miras muy potentes ocupan cada esquina de los tejados, todos apuntan hacia la plaza, hay muchas personas; a la mayoría parecen extraños. Varios hombres al mismo tiempo con guantes blancos en la mano se lo quitan y lo tiran al piso, los extraños y los hombres del tejado empiezan a disparar, todos corren y gritan, no entiendo nada; los tanques entran.
De nuevo se escucha aquella voz perturbadora y aparece el mismo joven indeciso y débil, opacado por la oscuridad de la voz. Ambos empiezan a disparar; el joven se niega, pero con la simple mirada de la voz que ahora tiene ojos, retoma la ráfaga de balas, siguen corriendo buscando un escondite. A un grupo liderado por un joven con ímpetu guerrero lo detienen dos hombres con la mirada fría y el alma un poco más. Se decían a sí mismos “halcones”, con la frialdad a flor de piel dispararon sobre el joven, y volvieron a disparar sobre el cuerpo inerte del guerrero.
El impacto los paralizó, María, que era la más fuerte, los jaló y forzó a huir, ella también cayó, a lo lejos solo se vio tirada en el piso con la cabeza ensangrentada.
Mis recuerdos han regresado de nuevo, no sé qué va a pasar, estoy desesperado, ansioso, quiero saber qué más pasó.
Mi hermana ya se marcha, ya oscureció, me quedaré aquí un rato más, después alcanzaré a ella y a mi madre. Sigo avanzando en zigzag, Veo hacia el piso y de nuevo escucho aquella voz que de mi memoria nunca se borrará, y a su temeroso compañero: golpean a una mujer que pide clemencia para su hermano. Una rabia inmensa entra en lo más profundo de mi ser, la mujer ha muerto, se aproximan a otro lado, golpean y disparan a quienes tengan cerca, buscan más y más, parece que no se cansan, aquella voz suena como si tuviera un hambre de llantos que saciar, el cadete sólo escucha y obedece, cada que golpea o jala el gatillo de su Pietro Beretta cierra los ojos y en un mínimo murmullo se alcanza a oír un “ perdóname Señor “ , se acercan a donde estoy parado ahora. Los quiero golpear, pero no puedo, ninguno de los tres existimos en este momento, yo estoy muerto, y ellos están en mi mente. Qué locura, ojala los muertos pudiéramos llorar… cuánta falta me hace.
Por fin he dejado el centro de la plaza, pero no sé a dónde voy; siento; claro si pudiera; como si algo me estuviera jalando hacia un edificio viejo y desolado. He entrado, subo las escaleras hasta el sexto piso y entro en el departamento 68, curiosa invocación, es la casa de otro joven cegado por la belleza del idealismo, la voz y su ratón han vuelto a mi mente; entro a la casa, y ellos detrás de mí, paso por un espejo y no veo nada; delante de mí está el joven, y muchos jóvenes más; me quedo petrificado en la puerta y sólo veo cómo la voz y el soldado la rompen, apuntan a la cabeza del hoy héroe y disparan; el sólo cae lentamente, y recuerdo sus últimas palabras: ¡Que esto no se olvide!, y alguien en susurro dice: créeme que nunca se podrá.
El joven soldado busca en todos los rincones de la casa, no encuentra a nadie más, porque no lo había, entra al cuarto del joven, se enfoca en el librero, y justamente ve los dos libros que mi hermana me llevó hace unas horas, arranca un cartel donde un revolucionario oportunamente muerto abraza a otro cuya vida no ha sido tan oportuna, y los muestra a aquella voz, que por fin tiene cara, una cara que jamás he de olvidar, pero difícilmente podre describir; en su traje verde militar portaba estrellas y condecoraciones: era un general. Éste al ver las cosas, las arroja al suelo, pide a los jóvenes que se arrodillen y le den la espalda, un joven explota en llanto y pide clemencia por sus vidas. El general con una nueva voz tranquila y conciliadora le dice:
– No te preocupes, hijo, nada te va a pasar, no te preocupes.
El joven soldado, al oír esto, da la media vuelta y se dispone a retirarse, pero es frenado por el general quien le pide comience a disparar; el soldado se le queda viendo directamente a los ojos, y le dice con la mirada que no lo hará, pero la voz de éste general no era lo único imponente, le devuelve la mirada, y el soldado no la puede mantener.
Acto seguido ambos empiezan a disparar sobre los jóvenes hasta verlos caer uno por uno, y asegurar la muerte de todos.
Mi mente es mía de nuevo, veo la alfombra donde murieron estos casi adolescentes, ahora negra, con un sillón, una televisión y una niña viendo caricaturas. Salgo de ahí, me detengo a pensar y llego a la conclusión de que yo debí haber muerto ahí, pero no lo recuerdo, veo caer a todos pero no me reconozco, pero a su vez sé que estoy ahí.
Regreso a mi hogar, asustado y con una sensación de infinita tristeza y en la entrada veo a una mujer muy bella, acercándose a mi madre y abrazándola con un fervor increíble, dándole el consuelo necesario sin siquiera decir lo siento.
Al verlas, mi mente empezó a divagar; vi al soldado siguiendo a mi madre y a mi pequeña hermana a todas partes, dejando amenazas en la puerta, hablando por teléfono y acosándolas; ellas están asustadas, mas no preocupadas, mi madre no sabe de mi defunción, sin embargo confía en la esperanza, en el ideal, en la real desilusión.
De nuevo mi madre y hermana abrazan a la bella mujer, y mi madre, con un nudo en la garganta alcanza a decir:
– No te preocupes Mónica, tu esposo sólo seguía órdenes, estaba joven, asustado y cegado. Sólo se preocupaba por ustedes, no lo culpo, cualquiera habría hecho lo mismo.
– Pero tu hijo no.
– Por eso murió,
– Si supieras, mi esposo siempre me dijo lo arrepentido que estaba y siempre me pidió que te rogara perdón, pues él no se creía capaz de sostenerte la mirada, ni sostenerse el corazón
– Lo sé, no es necesario que me lo digas. Además, tú te has portado muy bien con nosotras.
Veo fijamente a la mujer y la reconozco, mas no sé quién es, me cautiva su mirada, sus labios, su ser entero, decido seguirla hasta donde sea, incluso a la muerte, al fin ya estoy ahí.
Llegamos a su casa, me resulta un lugar muy familiar, más que mi casa y mi misma familia. Hay muchas cosas a mí alrededor pero no me puedo concentrar en nada más que en verla. El ángel escapado del cielo, de quien por cierto ya conozco su nombre está consternada y comienza a llorar, se acerca a la video casetera y pone un video; está el joven soldado con un poco más de años, abrazándola; la boca de mi amada lanza un “te extraño, mi amor”; hay un silencio profundo en el cuarto. Cada vez entiendo menos. ¿Qué hacía mi madre con la esposa de mi asesino? El video continúa, el soldado asciende a comandante, no lo puedo creer, de pronto veo su cara y por fin la reconozco: soy yo. Después de esto sólo escucho un “Mi vida, ojala lo hubieras soportado y no te hubieras dado un tiro, te extraño”.
Ahora entiendo las cosas, no tengo que decir más que lo siento, perdón, me siento extraño, esto es la muerte para mí, esto era lo que esperaba, esclarecer las cosas conmigo mismo y quizás pedir perdón. Creo que ha llegado mi hora, no sé a dónde voy, no me interesa, solo quiero en verdad morir, olvidar lo que otrora hice, olvidar aquel día gris, más se que quizás nunca podre.